No es muerte, irónicamente es vida.

Me armé de valentía y caminé a aquel ataúd.
La vi.
Ahí estaba cómo la recordaba siempre, con su vestido color lila, su chal blanco.
Su cara estaba tranquila, sus ojos cerrados llenos de pequeñas arruguitas que representaban solo  una vida de trabajo, pero aquellos ojos en su cara de tranquilidad me hacían pensar qué en cualquier momento se volverían abrir, qué se levantaría, nos vería y regresaría con singular alegría a su casa; tal vez a cocinar, a seguir tejiendo, a salir a la iglesia, a escuchar a sus amigas, a servir con alegría a su familia.

No conviví mucho con ella, pero en una entrevista que le había realizado hace algunos meses atrás, ella me contó de su juventud, de su trabajo, de su amor, de su familia, de su mundo que de una forma particular se impregnaba de un aroma que solo ella podía tener, y así fue como la admire.

El olor que desprendía cuando llegaba a su casa siempre cocinando o tejiendo, era tan dulce y  tierno que no podías salir fácilmente de ahí; pienso que veía  en mi cara una expresión de hambre o algo similar pero me mandaba casi siempre algo para que me lo llevara a la casa y me lo comiera.

Sus manos acompañaban su historia, se movían con habilidad cuando la encontraba realizando alguna clase de manualidad, mientras que me contaba con alegría en su voz, su historia; ahora esas manos descansaban un poco de ese trabajo, pues estaban juntas, limpias, blancas ¡hermosas!

Recuerdo cuando ella salía a caminar a la calle sin importar el clima, su cuerpo fuerte, sin temblar ni un poco seguía su camino, y  ahora creía que su pecho aún se llenaba de aire, inhalando  y exhalando, respirando, en mi impacto por asimilar, de creer que ella había fallecido.

Las preguntas comenzaron a flotar: ¿ahora quien se encargaría de hacer lo que ella hacia? ¿ahora qué sigue?

No pude llorar,ni siquiera pensar. Ya había conocido a la muerte, pero nunca la había visto en la vida tan viva como era su vida. Si, ella era vida, era alegría y fortaleza, y una de mis admiraciones.
Egoistamente solo había pensando en lo que ella nos había dado, pero sin duda ahora ella conocía el dulce sabor de su trabajo final: la muerte.

Y así prefiero verla, como la belleza que por fin ha alcanzado alguien que se lo merecía, LA BELLEZA ETERNA que nadie podría quitarle y que ahora había alcanzado la inmortalidad en el mejor momento justo y exacto de lo que llamaré ahora irónicamente la vida; su vida.


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